Más allá de las consideraciones de fechas de festejo, de la manera de celebrar de cada quien según sus posibilidades familiares, económicas y espirituales, es el tiempo propicio para reflexionar en nuestro año, en todo lo vivido, y dar gracias a Dios.
Con la vista puesta en que nada en nuestra vida hubiera seguido el mismo curso si Jesús no nos hubiera rescatado, recreemos en nuestro espíritu su plan de venir a nuestro encuentro. Él dejó todo para nacer como uno más de nosotros, depender de padres humanos y falibles como uno de nosotros, llorar como uno de nosotros, alimentarse, dormir, caminar, vestirse, escuchar los problemas ajenos, abrazar y reír como uno de nosotros. Vino para estar con nosotros, atravesar la experiencia humana para entendernos y amarnos generosamente y como nadie.
Sabiendo quién era él, a qué renunció por humanizarse y de qué manera triunfó después de entregarse por nosotros, solo nos queda ser agradecidos y honrarlo con una vida entregada a la transformación de nuestro ser a su semejanza.
«Gloria a Dios en el cielo más alto y paz en la tierra para aquellos en quienes Dios se complace» (Lucas 2:14, NTV).
